Traen los amaneceres
unas madrugadas de amor
agarrado a tus caderas,
unas noches de plenilunio
con aromas a primavera.
Traen los amaneceres
un aromático despertar
a salobre brisa marina,
suaves restos del aroma
de las noches de azahar
y luz de auroras ambarinas.
Traen los amaneceres
un susurro calmo, ebrio,
de volcánicos placeres,
instantes que exudan
las pieles satisfechas
de amadas y amantes.
Traen los amaneceres
el desgarro dolorido
por el deseo lacerados
de unos labios deseados
como tizones ardientes.
Traen los amaneceres
fragancias del registro
de oscuros humedales,
de búsquedas infinitas
en recónditas cavernas.
Traen los amaneceres
una placidez silente,
unas varadas serenas
en la rada de tu vientre,
ese estar uncido al yugo
como un bajel al noray,
como un reo sometido
preso a perpetuidad,
encadenado exultante
a las pétreas columnas
esbeltas de tus piernas.
Traen los amaneceres
un cabalgar desbocado,
un galope encabritado
de cinturas y de senos,
jadeantes, convulsos
como arenosas dunas
oscilantes, movedizas.
Traen los amaneceres
suspendidas en el aire
reverberaciones de risas
de dos amantes traviesos
cortejándose en el lecho,
desenfrenados jadeos
de sus eróticos juegos,
leve instante de calma
después de la batalla,
una eufórica bonanza
de placeres satisfechos.
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